El Día de la Tierra puede ser un buen recordatorio de que todos los seres vivos importan y de que compartimos un mundo que hemos tratado de excluir por completo.

Rose Marie Cromwell para The New York Times
Margaret Renkl
Es columnista de Opinión de The New York Times y da cobertura a los temas de flora, fauna, política y cultura en el sur estadounidense.
NASHVILLE, Estados Unidos — Para ir de mi habitación a la cafetera todas las mañanas, paso por un conjunto de ventanas que da a dos comederos y una pileta para pájaros. Mi costumbre matutina es quedarme allí un rato para empezar el día con mis vecinos alados. Si es temporada de migración, como ahora, tomo mi café y vuelvo para quedarme más tiempo, por si llegó un visitante exótico durante la noche.
Este invierno, una escena que se desarrollaba más allá de esas ventanas me heló el corazón. Posados en el comedero de semillas de cardos había dos pinzones: un jilguero a un lado y, justo enfrente, un pinzón común. El jilguero cogía las semillas con energía, pero el pinzón doméstico estaba aletargado, desaliñado y anormalmente quieto. Tenía los ojos hinchados y parcialmente cerrados. Mientras lo observaba, empezó a frotárselos, uno tras otro, contra el ojal de acero que cerraba la abertura del comedero más cercana a su percha. El pájaro sufría claramente una conjuntivitis micoplásmica, una infección bacteriana muy contagiosa.